Don Miguel León-Portilla, el historiador de México

octubre 2, 2019

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Según cuenta la vieja tradición, entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, en el cerro del Tepeyac, la virgen María se le apareció cuatro veces al indio de Cuautitlán: Juan Diego ―muerto supuestamente nueve años después, en 1540.
      Cuando ocurre tal suceso, éste “se muestra sorprendido al principio al escuchar cantos de aves preciosas a las que el monte parece responder ―resume Miguel León-Portilla en su libro Tonantzin Guadalupe (El Colegio Nacional / Fondo de Cultura Económica, 2000) ―. Oye luego que alguien lo llama. Pronto se da cuenta de que es una noble señora, a la que se acerca y contempla. Ella le dice que es la madre del Dador de la Vida, Ipalnemohuani, Dueño del Cerca y del Junto, Tloque Nahuaque. En seguida le encarga obtenga del obispo de México, fray Juan de Zumárraga, se le edifique un templo en el llano, al pie del cerro. El indio se sorprende hondamente”. 

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El relato, aunque ampliamente conocido, no deja de maravillar por el misticismo con que se ha impregnado el mito. León-Portilla (Ciudad de México, 22 de febrero de 1926 / 1 de octubre de 2019), en forma sumaria, precisa su contenido.
      Piensa Juan Diego “que tal vez se halla en la Tierra Florida, Xochitlalpan, en la Tierra de nuestro sustento, Tonacatlalpan, de la que hablaban los ancianos. Luego acude al obispo en dos ocasiones, pero no logra persuadirlo de la misión que le ha confiado la que ya sabe es la virgen María. Lo más que obtiene del obispo es la petición de que esa señora, para él no conocida, le haga llegar alguna señal que pueda convencerlo. La señal serán las flores preciosas que la virgen le ordena corte en la cumbre del Tepeyac, donde sólo se daban abrojos, nopales y mezquites. Juan Diego las recoge y las coloca en el hueco de su tilma o capa y las lleva ante la presencia del obispo. Extiende entonces su tilma y contempla cómo las flores se esparcen. El relato concluye diciendo que en ese momento quedó pintada en la tilma del indio la imagen de la virgen ante los ojos asombrados del obispo y de cuantos estaban con él”.

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En su detallado estudio, León-Portilla dice que “son numerosos los guadalupanistas y los antiaparicionistas que han dedicado mucha tinta y a veces sutiles elucubraciones a esclarecer el origen de este relato”.
      No es intención del investigador, por supuesto, participar en este debate sino sólo introducirse en el famoso texto el Nican mopohua [“Aquí se relata…”] que a propósito de este encuentro religioso apareció publicado por primera vez en México, durante 1649, editado por el bachiller Luis Lasso de la Vega, entonces capellán del santuario o ermita de Guadalupe, quien afirma en su introducción que fue él, como dirigiéndose a la virgen María, quien “se animó a escribir en náhuatl acerca de cómo se mostró ella y cómo hizo entrega de su imagen, la que está aquí en tu preciosa casa, en Tepeyac”.
      Lasso de la Vega insiste “en la necesidad de que los indígenas lo conozcan en su lengua, pues piensa que ha contribuido grandemente ‘al derrumbe del reino del Demonio’, manifiesto en las idolatrías. La publicación se cierra con una oración en náhuatl a la virgen de Guadalupe”.

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Ahora bien, a decir del erudito León-Portilla (estudioso e interesado en todo lo que concernía a México, incansable contador de nuestras historias, maestro a quien siempre uno aprendía algo en una charla aunque fuera improvisada), “del examen minucioso de estos varios escritos se desprende que hay notables diferencias en su estilo literario. En todos, con excepción del Nican mopohua, es patente que fueron concebidos por una mentalidad española. Ello se desprende de la exposición de argumentos con los que su autor o autores se empeñan en justificar la publicación en náhuatl de cuanto se refiere a las apariciones de la virgen de Guadalupe”.
      Sin embargo, pese a esta peculiaridad del fervor religioso, todo hace indicar que el texto, y aquí coincide León-Portilla con otros estudiosos del tema (como Ángel María Garibay, John Bierhorst o James Lockhart) fue redactado por un nativo.
      “El reconocimiento de una fuerte presencia indígena y el marcado contraste entre el Nican mopohua y los otros escritos, que incluyó Lasso de la Vega en su publicación, dan lugar a un problema. ¿Se debe el Nican mopohua a Lasso de la Vega, que se ostenta como autor del opúsculo en que se reúnen éste y los otros textos?”
      Aquí, León-Portilla incorpora a Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), quien juró que “esta relación que hallé entre los papeles de don Fernando de Alva [Ixtlilxóchitl], que tengo todos, y que es la misma que afirma el licenciado Luis Becerra en su libro (página 36 de la impresión de Sevilla) haber visto en su poder. El original en mexicano está de letra de don Antonio Valeriano”.
      Y, sí, todo hace suponer que, en efecto, fue Antonio Valeriano el autor de esta crónica de la aparición de Tonantzin [Nuestra Señora] Guadalupe. Nacido en Azcapotzalco entre 1522 y 1526, este sabio mexicano, dominador del náhuatl, español y latín, fue maestro en el Colegio de Tlatelolco, donde también estudió. “Después de colaborar con [Bernardino de] Sahagún en sus investigaciones sobre la lengua y culturas nahuas, llegó a ser gobernador de Azcapotzalco, cargo que ejerció durante ocho años. Su buen desempeño en dicho puesto contribuyó a que en 1570 se le elevara a gobernador de los indios de México-Tenochtitlan”. Su gestión como gobernador “se extendió por más de treinta años hasta 1605, en que murió. De él se conservan varios escritos en latín y también en náhuatl con un estilo que deja ver el profundo conocimiento, incluso gramatical, que tenía de su lengua materna”.

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Pues bien, “es Antonio Valeriano la persona a la que no pocos han atribuido el relato acerca de Tonantzin Guadalupe ―dice León-Portilla―. A los argumentos dados en apoyo de esto por estudiosos como don Carlos de Sigüenza y Góngora, Lorenzo Boturini Benaduci y luego por numerosos guadalupanistas, se ha sumado nada menos que Edmundo O’Gorman”. Ya desde hace casi cinco siglos existía tal devoción por la Guadalupana que Valeriano compuso su relato de tal manera que se sintiera esa fe que su autor contemplaría en algunos neixcuitilli, “representaciones teatrales compuestas por los frailes, en las que se hacía ver a los indios cómo Dios, la virgen su madre y los santos favorecían de muchos modos a quienes acudían a ellos. Lo que estaba ocurriendo en el Tepeyac parecía probar que la Madre de Dios había escogido ese lugar para manifestar allí su amor y protección a cuantos a ella acudieran. Si por eso tantos iban al Tepeyac, no era una suposición pensar que se estaba cumpliendo el deseo, la voluntad de Tonantzin, Nuestra Madre de Guadalupe, de tener allí su santuario”.
      León-Portilla dice que Valeriano “compondría entonces su relato, a la vez de gran fuerza teatral, en torno a un indio macehual, hombre del pueblo, cuyo nombre hubo de dar. De no haber existido éste, su relato corría el peligro de ser tenido desde un principio como mera fantasía”.
      La versión al español, tal vez la definitiva, del Nican mopohua, que León-Portilla se encarga de trasladar directamente del náhuatl, es la crónica magnífica de este suceso que, aún hoy en día, congrega y unifica a la mayoría de los mexicanos: el fervor religioso es indestructible:

Y a diez años
de que fue conquistada el agua, el monte,
la ciudad de México,
ya reposó la flecha, el escudo,
por todas partes estaban en paz
en los varios pueblos.
No ya sólo brotó,
ya verdea, abre su corola
la creencia, el conocimiento
del Dador de la vida, verdadero Dios.
Entonces, en el año 1531,
pasados algunos días
del mes de diciembre, sucedió.

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Cinco siglos después, los mexicanos todavía visitan el Cerro del Tepeyac con la esperanza de que la virgen les cumpla un milagro. Uno solo. Año con año. Generación tras generación. Interminablemente. Con milagros o sin ellos.
      Don Miguel León-Portilla nos acercaba precisamente a estos milagros mexicanos.
      Extrañaremos sus decires, sus historias, sus explicaciones de nuestro pasado sin fin.